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Entremeses cervantinos I

Entremeses cervantinos I

> Como lo estuve comentando, me fui de viaje a Guanajuato Capital, y a San Miguel de Allende, en el estado de Guanajuato.
Ambos lugares ya los conocía.
En el caso de San Miguel de Allende tuve la oportunidad de ir por primera ocasión hace unos 4 años. En Guanajuato, en cambio, fui hace unos 20 años. Aquellos que dicen que 20 años no son nada, están realmente equivocados. De Guanajuato Capital (como se le llama ahora, alejando suspicacias del estilo de "¿Qué otro Guanajuato hay?", sin caer en cuenta de que el estado y la capital llevan el mismo nombre) tenía vagos recuerdos. Esos recuerdos, muy al estilo de novela de terror, eran borrosos y se limitaban a la esquina de una calle y un arbusto verde; y todavía más vagos y alejados de mi visión los famosos túneles. De ahí en fuera Guanajuato se limitaba a una referencia geográfica en el mapa del país.
A San Miguel de Allende lo encontré más desarrollado.
Muchas agencias inmobiliarias y de Bienes Raíces -dirigidas, por supuesto, a un público gringo- y mucha actividad turística, me dieron a entender que en San Miguelito algo estaba pasando. En una esquina céntrica se exhibía, oronda y con todo lo que ello conlleva, una cafetería Starbuck´s, a la que los sanmiguelenses han tenido que hacer parte de su vida, sin que ello signifique que sean los públicos potenciales del establecimiento. La cafetería está dirigida, de nueva cuenta, a los turistas extranjeros (gringos, franceses y alemanes, según identifiqué), y a la gran cantidad de turistas provenientes de municipios como León o Celaya, que llegan a dar muestras de su poderío económico y capacidad etílica.
En esta ocasión conocí a San Miguel más a fondo. Y todo porque el Sr. ABcedario tuvo la oportuna idea de tomar un mapa turístico. ¿Su misión? Se propuso que visitáramos todos los puntos marcados como importantes, interesantes, históricamente atractivos, o urbanísticamente intrascendentes. Todo, muy al estilo Mochila al hombro, a pie. Desde las primeras horas de nuestra estancia, vimos un cartel anunciando un rave electrónico con Dj´s del bajío. El diseño del panfleto, muy bien logrado y en papel de muy buena calidad, logró su objetivo: que la comunidad electrónica fuera al eventín patrocinado por un instituto de la juventud.
Mientras llegaba la fecha, nos entregamos a sendas caminatas bajo el rayo del sol, y a buscar sitios para alimentarnos. Y no porque no hubiera. Los hay, muchos. Pero parece que compiten entre ellos para ver quién da el menú más caro. La oferta tiende a polarizarse hacia lo de más baja inversión y mayores ganancias. Economía perfecta. La gastronomía italiana pareciera que tiene muchos fanáticos por aquellas tierras. Hasta un actor viejito llamado Otto Sirgo tiene su restaurán italiano. La pizzería donde comimos uno de esos días está muy lejos de ser una referencia obligada, pero si andas por aquellas tierras no puedes perdértela. Bastante bien logradas sus pizzas. Si eres de los que prefiere lo "malo por conocido", encontrarás Dominos Pizza. Ni modo, el mal gusto prevalece.
Uno de los aspectos que más me siguen levantando inquietudes es qué diablos es arte. Y lo pregunto porque es sorprendente ver que aquellos avioncitos o camiones hechos con latas de aluminio, con el cual algunos teporochos y vagos y mugrosos de la calle financian sus excesos, son una locura en San Miguel. Lo venden como el último grito del arte autóctono-alternativo-newwave-mexicano. Y claro, no lo venden a 20 o 30 pesos. O el concepto kitsch mexicano, que yo pensaba había quedado atrás, está más que vigente. Playeras, cojines, impresos, botones, pins con la imagen de El Santo, la Virgen, y demás creaciones cargadas de brillos y rosas, rojos, negros y azules son la sensación de los visitantes. Y eso cuesta bastante. Un porta-vasos de madera, plastificado, con un luchador dibujado, nada menos que 90 pesos. Y de ahí, haz números. Y me lo sigo preguntando: ¿eso es arte? ¿Por eso merezco pagar 100, 200, 300 pesos? Por el lado del arte más clásico, los números pierden la razón: esculturas de nomás de 50 centímetros, con un precio único de 50 mil dólares. ¡Para enloquecer!
Fuera de eso, sigo pensando que estamos atrás, muy atrás en el tema turístico. Dentro del plan de viaje del Sr. Abcedario, estaba visitar Atotonilco. No, no es Jalisco. No en Hidalgo. No en el Estado de México. Hay un Atotonilco en Guanajuato. La peculiaridad es que hay una capilla, el Santuario de Atotonilco, que se le considera el equivalente a la Sixtina, de El Vaticano, por los murales tan detallados y alegóricos que tiene. Atotonilco, hay que decirlo, está perdido. El único atractitvo que tiene es el de su capilla. La pobre arquitectura, con capas y capas de pintura, con columnas remosadas y reconstruidas, con sus calles semi pavimentadas y solitarias son una invitación a dos cosas: grabar una película del viejo oeste, con todo y balaceras y cantinas. Y dos: a no dedicarle más de una hora al lugar. Atotonilco es, honestamente, decepcionante. Un dato interesante es que en esa capilla se casó Ignacio Allende. Y no se entera uno de ese chisme rosa, sino hasta que visita la modesta casa de Ignacio de Allende, ubicada en el centro de San Miguelito. La casa es es-pec-ta-cu-lar.
Para los de ambiente más nocturno, por supuesto que hay menú descafeinado. Un ambiente similar al de Garibaldi, en el D.F., se está dando en la plaza central de San Miguel. Por las noches los mariachis tocan y tocan. A veces más desafinados. A veces más desanimados. A veces no tocan. A su alrededor se arremolinan los gringos con sus cámaras. Sus sonrisas abiertas, y cachetes rosados tal vez por el calor o por cervezas o por tequilas bebidos en horas recientes, son sus mejores máscaras. También hay diversión para Ellos, que buscan a otros Ellos.

***

Si te tardas en tomar tus providencias, corres el riesgo de quedarte sin cenar. Así es. San Miguel es una ciudad muy activa en la noche, pero eso no quiere decir que encuentres restaurantes, cafeterías o tienditas abiertas a las 2 de la mañana. Ni a la 1. A lo mucho a las 12 de la noche.
Y eso nos pasó. Por andar viendo a la gente en la plaza central, al Sr. Abcedario y a mí, nos llegó la hora en que se acababa el encanto. Nos cerraron todo y nosotros hambrientos. Es de esos momentos en que si ves un puesto de tacos mal oliente y desagradable no dudarías en comer. Bueno, la verdad no es para tanto.
A una cuadra de la plaza central, mientras buscábamos la esperanza en la comida, vimos un puesto de comida nocturno. Una noche anterior lo habíamos visto. Pero como no era de nuestro interés lo pasamos sin ganas. Ahora fue diferente. Teníamos hambre. Era de noche. Y también, era nuestra única y última esperanza. Un reducido y discreto puesto de tacos callejeros. No había fogonazos, como en los de D.F. No había olores de grasa y condimentos en el ambiente. Nos acercamos sigilozamente, como para agarrar al taquero con los dedos sacándose los mocos y dar un motivo para decir "Todos los tacos de la calle de San Miguel son un asco". No pasó eso. Encontramos a un hombre delgado, con gorrito como de panadero y delantal blanco, sentado, acomodando recipientes con un silencio inolvidable. Vimos letreros de "quesadillas" y "tacos". Y Citizen dio el chilangazo: "¿de qué tiene quesadillas?", pregunté.
Detrás del taquero, un letrero de madera, sucio, anunciaba con timidez el nombre de donde estábamos parados: "Tacos Don Abel".
Y, suponiendo que aquel hombre de gesto adusto y parco era Don Abel, respondió: "Las quesadillas son de queso. Los demás son tacos".
Así de elemental y clara era la filosofía gastronómica de Don Abel, el de los tacos.
Comimos quesadillas y tacos. Claro, de queso las primeras. Los segundos, de carne.

***

Y llegó la noche del rave.
Como medida precautoria -al menos eso quiero pensar- el Sr. Abcedario propuso que antes de entrar al lugar, que sería en un pequeño local a unas cuadras de la plaza central, fuéramos a ver cómo pintaban los primeros minutos del concierto. Ya eran entradas las 10 de la noche, y si bien el lugar se veía iluminado con una incipiente luminotecnia, la actitud algo sospechosa de los cuatro tipos de la puerta fue suficiente para que el Sr. Abcedario dijera, escuetamente, "Mejor vamos al Starbucks, y regresamos más tarde a ver cómo va".
Y así fue. Cerca de las 11 volvimos.
En la entrada ya habían instalado unas luces que deslumbraban. Se oía más barullo. Y fue el momento para entrar.
Entramos y a esas horas la comunidad electrónica sanmiguelense se limitaba a no más de 30 personas bailando en pequeños grupos. "Seguramente son los amigos de los que van a tocar", bromeó (eso quiero pensar) el Sr. ABcedario.
Llegaron los indispensables, las "buenotas", los vestidos de traje (muy patético), los que ya estaban a medios chiles, los que no sabían qué había... En fin. Hasta la 1 de la mañana aquello ya estaba en su jugo. Ya alcanzábamos los 100 asistentes. La mayoría sí sabía a lo que iba. Unos a bailar. Otros a chupar las cervezas, los vodkas o los "whiskiyes" de medio litro y precio módico.
Los dj´s, la verdad chicos muy talentosos. Pusieron buena música, e hicieron un papel maravilloso. "Me dio gusto saber que hay talento chido mexicano", escribí en mi Facebook después de las 2 de la mañana y a punto de dormir. Salimos felices y cansados. Al siguiente día salíamos temprano a Guanajuato Capital.

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