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Lo que no sabes...

Territorio Onírico

> La almohada con la que duermo es como mi pequeño territorio.
Desde pequeños solemos acercarnos y ver como muy perteneciente a nosotros ese paquete suave de algodón. O de plumas. O de relleno hule espuma.
Y con el paso de los años esa almohada se rellena de secretos, de sueños, de ilusiones, de confidencias inconfesables en el mundo real.
Con la almohada, siempre echa bola en la cabecera de mi cama, he pasado incontables insomnios a oscuras, solamente con un filo de luz nocturna entrando por la ventana, colándose entre las cortinas.
Para acercarme a la almohada y vaciar en ella pensamientos que no se hicieron realidad, y realidades demasiado fantasiosas basta con recargarme sobre ella y, cual baúl, abrir una puerta y poco a poco, a veces con paciencia y muchas otras con la premura del tiempo, temiendo que la noche termine y me sorprenda la luz del amanecer, voy acomodando decenas de sobrantes del día.
A veces acomodo en ella esperanzas, expectación, sueños que no he tenido y que me fabrico por cuenta de los que no recuerdo mientras duermo.
Al hilo van recuerdos, remotos o de aquellos que vienen a flote con una palabra, una nota. Y es cuando esos recuerdos se mezclan con la realidad, y con los sueños y forman un gran sueño.
Y como ya dije que mi almohada es mi territorio en él se gestan revoluciones, desplazamientos, edificaciones monumentales, independencias y derrocamientos.
Afortunadamente esos sueños que guardo en mi almohada, que mantengo acotados en mi territorio, día a día se renuevan. Pocos sobreviven a la ola de sueños que diario espero que lleguen, y que termino desechándolos indiferente a la llegada de los otros.
Me sorprendo cuando a plena luz del día llega a mi mente un sueño.
Tal vez una visión, un pensamiento, un recuerdo recurrente (esos que resultan molestos. Que inquietan.)
Ese sueño me toma desprevenido porque no sé qué hacer con él a plena luz del día. En la medida de lo posible lo guardo, lo retengo, hago intentos porque no se vaya de mi lado para entrada la noche, a oscuras y como un sigiloso ladrón, sin que me vean u oigan, descifrarlo y guardarlo en mi almohada para que haga lo propio en mi territorio, el onírico, repleto de interdependencias con la realidad que cada mañana, con luz del sol encendiéndose, ardiendo en todo su esplendor, entra por la ventana y me recuerda que ha finalizado el tiempo de estar con mis sueños y tengo que salirme de mi territorio para entrar al otro, al compartido, al esperado, en el que confluye con calles y avenidas, con el calor del sol y la frialdad de muchos humanos.
Pero, ¿acaso mi almohada, mi territorio onírico, es lo suficientemente extensa como para guardar, destruir, refabricar, retocar, sueños? Pienso que no. Por eso es por lo que en algunos momentos de la vida, nos despertamos, vemos con los ojos entrecerrados la almohada y decidimos cambiarla por una nueva. ¿Y la anterior? Mecánicamente: la tomamos, la arrugamos, la metemos en una bolsa de plástico y la tiramos.
Literalmente, sin pensarlo, nos deshacemos de nuestros recuerdos.
Hemos decidido tirarlos.
Ya eran muchos. Suficientes. Muchos sueños ocupando territorio.
Quitando espacio para los nuevos, los que despiertan esperanzas, los que hacen que pensemos que este día será mucho mejor que el de ayer, y que el de antier.
Con la vieja almohada se va el pesimismo.
En días siguientes al adquirir la nueva almohada, más cómoda, más amplia, un deseo latente en nuestro interior nos lleva de la mano a dormir demás. Intentar llenar, de nueva cuenta, con sueños esa almohada. Que descubra quiénes y cómo somos en la intimidad.
Esos primeros días la almohada nos deja hablar.
Se muestra alerta y atenta a nuestras palabras, imágenes. Hipérboles, expresiones, gestos, faltas ortográficas y fonéticas, omisiones, ausencias y olvidos, aromas y sabores, ardientes por salir, por dejarse ir y por mostrarse como son…
Como un sirviente recién contratado, no pierde detalle de nuestros pasos, quiere absorber cada milímetro de nuestros códigos para no errar en el futuro. Y se yergue de nueva cuenta un ápice de esperanza.
Y nos presentamos con nuestros sueños, con nuestros silencios, y al igual que nosotros, en medio de la oscuridad, en silencio y sin que nos percatemos de ello, la almohada nos hipnotiza con su suave textura, su presencia y su reluciente discurso de bienvenida.
Muchos sueños ocuparán su territorio. Quitando espacio para los nuevos, los que despertarán esperanzas, los que harán que pensemos que este día será mucho mejor que el de ayer, y que el de antier. Y que el mañana, el futuro no será únicamente cuestión de un sueño, de una ilusión, sino que al despertar cada mañana, con luz del sol encendiéndose, ardiendo en todo su esplendor, entrará por la ventana y me recordará que ha finalizado el tiempo de estar con mis sueños y tendré que salirme de mi territorio para entrar al otro, al compartido, al esperado, en el que confluye con calles y avenidas, con el calor del sol, preparándome para hacer realidad ese sueño.
Ahora recuerdo y entiendo ese susurro de algunos años atrás, cuando entre sueños, combates, alianzas, saludos de manos y sonrisas, en mi territorio onírico alguien me dijo: “Los sueños no tienen mapa. No tienen territorio”.

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