Blogia
Lo que no sabes...

Diario de un delincuente (o bueno, algo así)

> Estoy de acuerdo cuando las autoridades y la sociedad dicen que hay que acabar con la delincuencia.
Realmente nos agobia a todos el tema. Mediáticamente, pareciera que nos está rebasando.
Pero eso me recuerda mis pininos en el robo a mano no aramada.
Tendría unos 5 años.
Sí. A los 5 años era un delincuente en potencia que de seguir así terminaría en alguna isla rodeada de tiburones.
El motín de aquella ocasión había sido, según los reportes familiares, un caballito de plástico, medio mordido, de facciones caprichosas, colores irregulares, y que seguramente guardaba una historia no muy feliz considerando que lo agarré de una mesa de trabajo de un taller mecánico.
Y como buen malandrín, lo sustraje sin que los adultos -aquellos censores atentos al quehacer infantil- se dieran cuenta.
Para mí, aquella había sido una operación exitosa. Puse a prueba la puntillosa mirada de los adultos.
Recuerdo cómo fue la escena: llegamos al lugar mi Santa Casta y Pura Madre y yo.
Tal vez, por mi corta edad, ella me guíaba de la mano.
No era la primera vez que entrábamos a ese negocio. Varias ocasiones anteriores la escena de nuestra llegada ya se había llevado a cabo.
Y siempre, entrando a la izquierda, una mesa grande. Fabricada de gruesos tablones de manera. Sobre ella una cantidad de artículos y objetos que me resultaba -tanto entonces como ahora- difícil identificar. En aquella multitud de cuerpos encimados, con un brillo oculto por gruesas capas de grasa, de aceite, de suciedad, se confundían las líneas y los colores en la oscuridad que prevalecía en ese rincón. Ora por la falta de luz. Ora por el aceite. Pero de esa mesa recuerdo aquel hombre que hurgando entre los objetos, moviendo pequeñas piezas a un lado, aventando con más fuerza otros más voluminosos, arrastrando cajas, siempre encontraba lo que necsitaba. Lo tomaba, lo revisaba de cerca, se giraba sobre sus talones y volvía a la barra de metal que estaba empotrada en la pared más cercana, para golpetear y emitir ese ruido metálico, repetitivo, agudo que invadía el establecimiento.
Aquella vez no estaba el hombre semi iluminado por el haz de luz que entraba por la ventana del techo.
Ya era entrada la tarde. Al fondo, en la pequeña oficina rodeada de repisas, con un pequeño escritorio que dejaba libre un pasillo a lo mucho un metro cuadrado, papeles dispersos, siempre recibía con una voz grave pero de volumen suave el dueño del lugar.
Mientras mi Santa Casta y Pura Madre adelantaba el paso para charlar unos minutos con el dueño, recuerdo que me quedé parado a la mitad del local. Entre el haz de luz y la mesa de trabajo, siempre oscura, siempre cubierta de negro, siempre ausente para el visitante nuevo.
Ahí estaba yo. Quieto entre aquella escena tan dual, tan ambigüa: de mi lado derecho una luz intensa, crepuscular; y del lado izquierdo, esa gran mancha negra, esa oscuridad que siempre me atemorizó y que nunca me sentí lo suficientemente animado a dar unos pasos más allá de la mesa ennegrecida.
Miro de nueva cuenta la mesa, tratando -una vez más- de encontrar algo, una forma, una trazo lo mínimamente familiar.
Y lo encuentro.
Tal vez entre una pequeña caja y un montículo de tornillos. O a lo mejor detrás de una voluminosa herramienta. A lo mejor escondido. A lo mejor guardado. Pero en medio de aquella maraña de trazos desdibujados, divisé un objeto recostado sobre uno de sus lados.
Era un pequeño caballo de juguete. Era un juguete imperfecto. Sabía que era un caballo por el gran cuello largo, estirado, con la cabeza erguida, la crin simulando movimiento y fuerza. Las patas, contraídas, daban la impresión de que lo detuve de una intensa carrera. La cola se levantaba sobre el lomo en un ligero arco. El hocico, entreabierto, llenaba de aire los pulmones de ese gran animal.
Ese era un caballo. De color gris. O mejor dicho, de color gris, pero al verlo a detalle, algunas pigmentaciones de gris se dejaban ver en el cuerpo de plástico.
Un detalle: su dueño original, tal vez en un arranque de ansiedad, en una rabieta silenciosa, mordío sus patas. Al intentar ponerlo de pié se dejaba caer. Las patas mordisqueadas, inestables, no lograban mostrar al caballo cómo se vería en su carrera feroz.
A lo lejos fragmentos de la charla que estaba por concluir. Las voces ivan y venían. Derepente mi Santa casta y Pura Madre me toma de nueva cuenta de la mano y salimos.
Con mi otra mano, la que estaba libre, detenía parte del cuerpo del caballo que no introduje a mi boca. Porque sí, si otro ya lo había mordido anteriormente, yo no me quería quedar con las ganas de dejarle mis marcas. Al fin y al cabo yo era su nuevo dueño, y en muchas ocasiones había visto en las películas del viejo oeste que a los caballos, vacas y rebaño en general les marcaban las nalgas con aceros palpitantes de calor con las siglas del dueño.
Yo le estaba dejando mis marcas.
Entramos a casa, y al llegar a la cocina mi Santa Casta y Pura Madre se da cuenta de que traía en mis manos algo que no era mío.
Luego de un ligero regaño, volvimos al establecimiento de donde me había hecho de la pieza de plástico, y me hicieron que regresara, de propia mano, lo que hasta ese momento fue una cabeza más de mi ganado.
Ya más grandecito, y ha biendo evadido la estrecha vigilancia de los adultos, me robé en un par de ocasiones unos chocolates de la duclería de una tienda de autoservicio.
Cualquiera que leyera este relato, se imaginaría que actualmente soy un delincuente de cuello blanco. O que en mis ratos libres organizo comandos para asaltar cargamentos de alimento.
No.
La verdad es que actualmente ya no tengo historial delictivo.
Y cuando comencé a escribir mi carrera de raterillo fue descubierta.
Por eso, ya trabajo honestamente y cuento mis historias en el blog.
Pero me quedo con la duda, ¿si no me hubieran reprendido en aquel entonces, realmente me hubiere convertido en un peligroso delincuente, tal y como en aquel entonces contaba alarmada mi Santa Casta y Pura Madre?

2 comentarios

Superhero !! -

Yo pienso que las correcciones, las lecciones, y las enderezadas que nos dan cuando somos chavitos nos van formando para ser lo que actualmente somos.
.
Hoy, yo agradezco enormemente las 'cacahuatiadas' (regaños) que me puso mi señor padre en mi infancia.
.
.
Ahhh, yo actualmente SI SOY un delincuente, un infringidor de la ley, un prófugo de la justicia.
Mua-ja jaaá
Me robo los jaboncitos del hotel.
Me pirateo el internet inalambrico de mis vecinos.
Y también tengo una malsana adicción a cruzar los semaforos en amarillo casi rojo.
Pero nunca, nunca compro peliculas 'pidatas'... eso ya sería caer muuuy bajo.
.
Un abrazo para mi cuate citizen.

Séptimo Sentido -

Jejeje... creo que todos tuvimos la misma debilidad en algún momento de nuestra infancia! ya te contaré mi travesura! ;)