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Lo que no sabes...

¡Llamas a mi!

¡Llamas a mi!

> Definitivamente la infancia es una gran escuela.
Todas las cosas que hacemos en la etapa de inocencia abosoluta tienen un porqué. Y claro, no todo se justifica con "es que son niños y están reconociendo sus cuerpos". Porque si de eso se tratara entonces todas nuestras vidas estamos reconociendo nuestros cuerpos y los ajenos, que es cuando la cosa se pone más interesante.
Pero aquí no vine a teorizar sobre los jugueteos de la infancia. O tal vez sí.
Mi infancia aunque fue una infancia muy clásica, no por eso dejé de retar al sistema. Y mejor todavía, a utilizar mi cuerpo como laboratorio de experimentación y saber qué se sentía esto o aquello.
Desde que era un peque sentí mucha atracción por el fuego. Como buen canalla, empecé por pequeñas cosas. Que un cerillo, que un papel, que unos papeles más, que un montón de papel... luego escuché que decían que el alcohol era flamable. Y bueno, no me confiaba de los vetustos maestros de mi escuela, y yo mismo ponía a prueba tal afirmación.
Mi casa se convirtió en un pequeño laboratorio de estudio dedicado al fuego y sus derivados.

Desde pequeño fui un canalla. Use mi propio cuerpo como laboratorio de experimentación. Lecciones dolorosas, pero las seguía disfrutando. Creo que debí haberme dedicado a ser doble de películas. Así tendría más trabajo y más dinero. Eso creo.

 

 Las fechas festivas eran una alegoría al Neroncito que traía adentro, porque los fuegos pirotécnicos eran parte de mi. Y cuando digo que eran parte de mi no exagero: pasaba horas y horas "quemando" fuegos pirotécnicos.
Y claro, a éstas alturas yo no pasaba de los 8 años. Para ese entonces mis conocimientos sobre el fuego sobrepasan que el de las raíces cuadradas y las capitales de los estados del país.
Acercarme lo más que pudiera al fuego era un reto cada vez mayor.
Si bien nunca me vi en un circo haciendo el número de "El Niño de Fuego", no hubiera estado demás disfrutarlo un poco. Y hubiera sido bueno, y de paso me hubiera contado como actividad extraescolar en mi primaria. Pero no, el sistema educativo no tenía tales alcances. Así que mis ímpetus piromaníacos se limitaron a una mera práctica sin validez oficial a practicar en casa. Aunque claro, la diferencia entre el Nerón del siglo I y yo, es que yo no dí asilo a los damnificados por el incendio de Roma.
En esas andanzas pirotécnicas estaba en cierta ocasión, cuando en un mal plan de ejecución del fuego pirotécnico un paquete de cohetes estallaron en mi mano. Sí. Digamos que la sumatoria de la distancia, más el tiempo de encendido y el invertido en el lanzamiento del objeto no fue la adecuada y aquello estalló como debió ser pero en la palma de mi mano derecha (desde entonces he tenido problemas con la derecha...). ¡Vaya sorpresa! El fuego sí quemaba. O mejor dicho; el fuego sí me quemaba. De ahí vino el ardor fuerte, punzante, y una sensación de que mi mano palpitaba fuertemente bajo la venda. De las heridas no recuerdo nada. Lo único que recuerdo es el ardor.

 

¡Vaya sorpresa! El fuego sí quemaba. Mejor dicho: el fuego sí me quemaba. Y vino el ardor fuerte, punzante en la palma de mi mano.

 


Lección número uno cuando se juega con fuego: nunca confíes en los planes que otros hagan. Si tú los piensas, tú ejecútalos. Ah porque claro, en esa ocasión el buen Lester fue -para variar- mi cómplice.
La recuperación fue rápida y no requirió más que algunas pomadas.
Y claro, el pequeño Nerón tenía que seguir experimentando con el fuego. Y vino la segunda lección: la víctima fue una de mis orejas. Creo que la derecha. Estaba con un cohete con forma de varita mágica de mago. Se detiene con la mano, se enciende y echa chispas y fuegos de colores.
En esas estaba yo más feliz que un astronauta dando vueltas a la tierra, cuando uno de los disparos de fuego de color no salió por el frente para volar hacia adelante. ¡Salió por detrás de la varita! Directo a mi oreja. En esa ocasión sí que vi estrellitas muy cerca. Lo único que recuerdo es que de mi oreja algo colgaba. Tal vez un cacho de oreja. O de papel del cohete. O alguna pieza de cráneo que se quedó colgando de mi cabello. Bueno, la verdad no fue tan aparatoso. Pero sí mucha luz muy de cerca.
Lección dos: nunca confíes de los cohetes. Siempre dales reforzamientos por partes vulnerables para evitar malas operaciones.
Y qué crees. Aún así el pequeño Nerón (ahora convertido en todo un Citizen), no dejó de sentir atracción por el fuego.
Con esas dos experiencias muy cercanas con el fuego, estoy seguro que me debí de dedicar a ser stuntman, o doble de películas. Así, al menos, tendría más trabajo y más dinero.

1 comentario

Lester :+ -

jajajajaja... te acuerdas de aquella noche navideña?? Bien dices que el cálculo fue el equivocado, porque todo el plan resultaba demasiado tentador. ;-)